Acostumbramos a decir cosas hermosas de las mujeres, pero en el fondo sabemos que son seres limitados... al menos la mayoría. Las honramos por su función biológica, al mismo tiempo que las deshonramos precisamente al hacer uso de ella; las respetamos por la virtud que tan celosamente les obligamos a guardar, al mismo tiempo que con nuestro comportamiento demostramos qué poco nos importa su virtud; las estimamos, sinceramente, por las pervertidas actividades maternales que convierten a nuestras esposas en las más fieles sirvientas, ligadas de por vida al sueldo con que nosotros decidamos retribuirlas, convencidos de que viven meramente, salvo durante la época de la maternidad, para satisfacer nuestras necesidades. Las estimamos, y mucho, si se mantienen «en su lugar», es decir, en el hogar, ocupadas en las serviles tareas que tan magníficamente ha sabido describir la señora Josephine Dodge Daskam Bacon, cuando meticulosamente especifica los servicios del «ama de casa». La señora J. D. D. Bacon escribe muy bien y conoce el tema del que habla desde su perspectiva. Pero es necesario aclarar que ese conjunto de tareas, por muy útiles y económicas que puedan resultar, no despiertan la clase de emoción que suscitaron en nosotros las mujeres de Dellas. Amar a esas mujeres significaba elevar la mirada hacia «arriba», muy arriba, y no bajarla. No eran mascotas domésticas. No eran criadas. No eran timoratas, inexpertas, ni débiles.