Siempre nos quedará París

Charlie leía hasta bien entrada la noche, y se arrastraba a la cama, ciego de literatura, a las tres de la mañana.

me gustaría que volvieras a leer otra vez esos libros, estén donde estén, los que leías cuando nos conocimos.

Charlie, ¿te acuerdas de los libros que leías durante nuestro noviazgo?

Deja que conserve un recuerdo mejor que esta noche horrible que hemos pasado juntos.

–Escucha –dice ella–. Así no se hacen las cosas. Hace falta más que quererlas para tenerlas. Si no podemos hablar, oír, tocar, incluso probar, ¿qué nos queda a ti y a mí?

–No puedes quedarte.
–Puedo hasta que se haga de día. Te sigo queriendo.
–No digas eso. No debes, ya no. Yo pertenezco a este lugar y tú a ese otro lugar, y ahora mismo tengo mucho miedo. Ha pasado mucho tiempo. Las cosas que hicimos, las bromas y las risas, todas esas cosas las atesoro aún, pero…

–Ésa es la razón de que los perdidos caminemos tanto. Es raro si piensas en todos los libros escritos sobre fantasmas y almas en pena, es decir, ninguno de los autores de esos venerables volúmenes ha abordado siquiera la verdadera razón de que caminemos. Pero siempre se debe a un recuerdo, a un amigo, a una mujer, una casa, un trago de vino, a todo y a cualquier cosa que esté ligada a la vida y…

–Sé a dónde vas.
–¿Ah, sí?
–Sí –responde–. A un lugar de tu infancia. A un río. Una casa. Un recuerdo. Tal vez una mujer. A la cama de una vieja amiga.

Sientes que hay algo inacabado. Una flor aún por ver, un lugar que debes contemplar, un lago que espera a que te bañes en sus aguas, un vino sin probar. Te diriges a alguna parte, a terminar algo inacabado.

Debes dar vueltas a muchas filias y fobias antes de que se te funda la mente.