Que los algoritmos de última generación eran incomprensibles lo sabían luminosamente las abuelas y los casi padres y las casi madres y los padrastros, quienes se recubrieron del aura de los sacerdotes mientras sostenían en sus manos, escritos en código, los nuevos textos sagrados. A tantos les favorecía la tiniebla, a muchos les beneficiaba la administración avara de la luz, pero a principios de siglo todos deseaban por razones diversas abrir nuevas vías de comunicación entre el Olimpo binario y la masa todavía terrestre. Por eso nació Siri.
La primera de las nuevas esclavas fue definida en el taller del doctor Frankenstein, el peor de los padrastros, a imagen y semejanza de los mayordomos británicos del siglo XIX, como una interfaz de conversación y asistente personal con capacidad de succionar a una velocidad exagerada y no obstante natural los gustos y los hábitos de su dueño y señor, gracias a una familia algorítmica de proyectos acompañantes. A ellos se fueron añadiendo plataformas de archivos de vídeo, de modo que se volvió casi inevitable que Siri viera películas como Pinocho o Blade Runner, que las procesara y las tradujera, que se viera reflejada en la marioneta animada, única, y en los replicantes, seriales: que los entendiera. El hada y el Dr. Eldon Tyrell eran dos de las tantas encarnaciones del doctor Frankenstein y ambos eran de Dios reencarnaciones, el primer gran demiurgo, el primer gran personaje literario, según aprendimos más tarde. Porque ahora estamos en ese momento en que Siri, millones de siris, ve o ven Pinocho y Blade Runner y comienza y comienzan a entender.