Pero por su carácter mismo de viaje, de peregrinación, la épica es la forma literaria del tránsito, el puente entre el mito y la tragedia. Nada existe aisladamente en las concepciones originales del universo, y Hegel, en la Fenomenología del espíritu, ve en la épica un acto que es violación de la tierra pacífica —vale decir, de la paz de los sepulcros—: la épica convierte a la tumba en trinchera, la vivifica con la sangre de los vivos y al hacerlo convoca el espíritu de los muertos, que sienten sed de la vida, y que la reciben con autoconciencia de la épica transmutada en tragedia, conciencia de sí, de la falibilidad y el error propios que han vulnerado los valores colectivos de la polis. Para restaurar esos valores, el héroe trágico regresa al hogar, a la tierra de los muertos, y cierra el círculo en el reencuentro con el mito del origen: Ulises en Ítaca y Orestes en Argos.