Me desmoronaba cada mañana cuando sonaba el despertador porque la vida, vivida de este modo, me parecía una tragedia mal escrita, aburrida y estéril, sin gracia y, lo peor de todo, sin contenido, y sentía ganas de coger por los hombros a gente aleatoria de camino al trabajo para preguntarles por qué ellos no estaban igual que yo. Cuál era su secreto, cómo lograban mantener la compostura, por qué no lloraban siempre que sonaba el despertador.