En la sociedad actual, cuando vemos pagarse a un ministro cien mil pesetas al año, mientras que el trabajador tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos al contramaestre pagado dos o tres veces más que el obrero, y que entre los mismos obreros hay todas las gradaciones, desde diez pesetas diarias hasta los treinta céntimos de la campesina, desaprobamos el alto salario del ministro, pero también la diferencia entre las diez pesetas del obrero y los treinta céntimos de la pobre mujer, y decimos: “¡Abajo los privilegios de la educación, igual que los del nacimiento!” Somos anarquistas, precisamente porque tales privilegios nos sublevan.
He aquí por qué, comprendiendo ciertos colectivistas la imposibilidad de mantener la escala de los salarios en una sociedad inspirada por el soplo de la revolución, se apresuran a proclamar que los salarios serán iguales. Pero se estrellan contra nuevas dificultades, y su igualdad de los salarios es una utopía tan irrealizable como la escala de los otros colectivistas.
Una sociedad que se haya apoderado de toda la riqueza social y proclamado que todos tienen derecho a ella —cualquiera que fuese la participación que en crearla hubieran tomado antes—, se verá obligada a abandonar toda idea de asalariamiento, sea en moneda, sea en bonos de trabajo, bajo cualquier forma que se presente.