Cuán a menudo he tenido que mentir o cerrar el pico para que mis seres más queridos, precisamente cuando no puedo soportarlos, no se enfrenten a su desgracia. Cuando deseaba que mi odio durase eternamente, el asco lo ablandaba. Entre un aliento de amor y un montón de autorreproches me entregaba ya al siguiente odio. El buen juicio me bastaba siempre para no herir a otros, pero nunca cuando se trataba de mi propia desdicha.