Los camiones no engañaban a la gente.
Algo estaba ocurriendo, y la idea encendió un rayo de esperanza en su corazón.
Quizá no era el camión el que estaba jugando con la mente de Sam. Quizá era el sudes.
—Dime, ¿qué hizo la grúa? —preguntó, infundiendo el suficiente humor en su voz para animar a su viejo amigo a abrirse.
—Es como si estuviera maldita o algo así —replicó Sam, sombrío—. Embrujada incluso.
—¿Por qué?
Se rascó la nuca.
—Anoche, por ejemplo, la dejé con la radio apagada. Estoy seguro, porque se hablaba demasiado de política en la radio, y ya no lo soporto. Pero esta mañana, la radio volvía a estar encendida. —Tragó saliva y la miró por encima del hombro—. Ese cacharro no funciona solo. Son cosas sin importancia, pero me vuelve loco.
—¿Qué más ha pasado? —preguntó—. ¿Y cuándo?
—Hace un mes, la dejé con las ruedas rectas, como hago siempre, pero por la mañana la encontré con las ruedas giradas a la izquierda. Todo hacia la izquierda. Verás, cuando subes por este camino, tienes que girar a la izquierda para alinearte con la casa, pero yo siempre enderezo las ruedas, para no tropezar con ellas en la oscuridad.
Tras acercarse a él, se apoyó en la barandilla del porche, a su lado, y luego miró el camión.