Minotauromaquia

Decía Kierkegard que “el amor es la expresión del que ama, no del amado”.

Admito que no fue tu culpa. Pero sí fue tu culpa.

Entonces, comprendo y acepto nuestro amor, esa historia de la nada entre encuentro y encuentro, esos viajes fuera del espacio y del tiempo, esa deriva sin fin en las tinieblas flotantes, esa cesación del movimiento y de la dirección del movimiento, ese fracaso de la voluntad, esa insonora música de las esferas, esa lucha ciega contra lo amorfo, esos pasos en el vacío y ese vacío en que dar pasos ya no significa nada y a nada conduce

Más forjado por la ira que por la ternura, me decías que el crimen se justifica porque viene a modificar lo inhabitable.

Recuerdo cuando llegaste a la conclusión de que la fidelidad no es una premisa sino una consecuencia

Así sea. No más música.
Silencio. El silencio genésico que precede al parto que no ocurrirá jamás. El silencio de la madre que da la mayor prueba de amor a su hijo negándole la luz corrosiva de este mundo.
Celda trapense. Así sea.
En espera de que el silencio último tenga piedad de este simulacro que tanto dolor cuesta, y con su maestría lo trasponga y prosiga en la armoniosa esfera del Todo.
Así sea.

Dios, ¿dónde extravié el secreto?
La música ya no me dice nada. Es una fórmula indiscernible, una fatigosa urdimbre hueca de sentido… ¿cómo explicarlo?, ¿de estética? ¿de ética? ¿de mística?
¿Es verdad que un día contuvo, mejor y más altamente que yo misma, a mi amor, mi dolor, mi dicha?

Y el mundo pende de esa melodía que va a ninguna parte

Aunque presente en mis conciertos, siempre eludiste escucharme. Tal vez porque intuías que la música constituía para mí la más púdica confesión de las más inconfesables y desgarradoras impudicias del alma

“Beethoven inicia sus obras con una amenaza. Brahms con un abrazo”, decía Bernard Flavigny.