El ciego Bartimeo es el primero en ver que Jesucristo es «Hijo de David» (Marcos 10, 46-52). «Hijo de David» es un título real y un complejo símbolo teopolítico comprensible para todos los judíos de aquella época. Si Jesucristo hubiera sido un «pretendiente al trono», lo esperable es que hubiese llegado a la toma de posesión en Jerusalén con gran pompa imperial, caballos, carrozas, un ejército poderoso, una guardia personal y otros símbolos regios. Sin embargo, se conduce de la manera completamente opuesta. Al entrar en la metrópolis palestina a lomos de un borrico –una forma de «teatro político callejero»–, ridiculiza, parodia, banaliza y lleva hasta el absurdo los símbolos políticos del «reino terrenal», encarnado, en el caso de Marcos, por el Imperio romano. Con ese acto descabellado, y dentro de un «carnaval litúrgico», el carpintero de Nazaret no solo se burla del título de emperador, sino que pone en tela de juicio la propia idea de mesianismo, al tiempo que hace reír a la muchedumbre, y en especial a sus angustiados discípulos.
Marcos construye ese episodio con sumo cuidado desde un punto de vista intertextual, como un paradigma socio-literario autónomo que servirá para legitimar la confrontación de Jesucristo con la elite política y religiosa de Jerusalén (Marcos 11, 14 a 12, 40).