No podemos saber cuántos exquisitos cocci siguen enterrados, a la espera de que los descubramos. Eso podría ser una de las tareas de la teología. Desenterrar esos casos, de cientos o de miles de años de antigüedad, e incorporarlos a los cimientos de nuestra existencia y a los lugares que nos moldean es otra de sus tareas. Son precisamente estos fragmentos los que forjan una nueva imagen de la realidad y transforman la percepción de las relaciones, con lo que nos recuerdan nuestra propia fragilidad. No es una coincidencia que Antonio Negri haya titulado uno de sus últimos libros La fábrica de porcelana. Como en el caso de la cerámica y los cocci, el trabajo con la porcelana requiere una mano delicada, firme, prudente, exactamente igual que los ejercicios espirituales y contemplativos. La teología maneja los frágiles fragmentos descartados, los desechos, para crear, empleando las Escrituras, un espléndido mosaico para un rey, como dice Ireneo en su discurso contra el gnosticismo. Aunque aquellos cascos se descartaron como inútiles, su valor es incalculable.