Esto nos lleva a la tercera posición, que va más allá de las dos primeras (el Dios soberano, el Dios finito): la de un Dios sufriente; no un Dios triunfal, que al final siempre gana, porque, aunque «sus caminos sean inescrutables», maneja siempre los hilos, ni un Dios que ejerce una fría justicia, porque, por definición, tiene razón siempre, sino un Dios que agoniza como Jesucristo en la cruz, que asume la carga del sufrimiento, en solidaridad con la miseria humana1. Ya Schelling escribió: «Dios es una vida, no solo un ser. Pero toda vida tiene un destino y está sujeta al sufrimiento y el devenir […]. Sin la idea de un Dios que sufre como un ser humano […] la Historia entera resulta incomprensible»2.