En cuanto mi marido me ayudó a bajar del alto escalón del tren, noté la salinidad amniótica del océano. Era noviembre; los árboles, raquíticos por los vendavales del Atlántico, no tenían hojas y el solitario apeadero estaba desierto salvo por la presencia de un chófer con polainas de cuero que esperaba mansamente junto a un pulcro y negro automóvil. Hacía frío; me arropé con mis pieles: un abrigo blanco y negro con anchas listas de armiño y marta y un cuello desde el que mi cabeza se alzaba como el cáliz de una flor silvestre. (Os lo juro, no fui presumida hasta que lo conocí). La campana repicó; el tren se liberó con esfuerzo de su correa y nos dejó en aquel solitario apeadero adyacente a un camino donde sólo nos habíamos bajado él y yo. Ah, qué maravilla, que aquel poder de hierro y vapor se hubiera detenido sólo por conveniencia de mi esposo. El hombre más rico de Francia.
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