Me costó mucho tiempo entender que mi madre sentía en mi propia casa el mismo malestar que yo, de adolescente, en los «medios mejores que el nuestro» (como si fuera cosa de los «inferiores» sufrir unas diferencias que los otros estiman sin importancia). Y que, al hacer como si se sintiera una empleada, transformaba instintivamente la dominación cultural, real, de sus hijos leyendo Le Monde o escuchando a Bach, en una dominación económica, imaginaria, de patrón a obrero: una forma de rebelarse