Pronto toda la multitud estaba contando una historia, o escuchando una, sobre la bondad del Hombre de Trapo, y cuando la banda de música acabó de tocar, los niños dejaron de bailar y la calabaza milagrosa —que era el símbolo de aquel orgulloso país debido a la leyenda de unos valientes que se escondieron en una calabaza gigante y salieron de ella para salvar a la nación de los invasores— terminó de desfilar entre la gente, el alcalde se levantó y anunció:
—El Hombre de Trapo se está entregando, trapo a trapo, para ayudar a los demás —dijo—. Es nuestro turno de devolverle lo que ha perdido.
Acudió gente de toda la ciudad, incluso los que se habían burlado del Hombre de Trapo —porque también sufrían penas y necesitaban consuelo— y dejaron en el camino del lago las telas que ya no necesitaban o que les sobraban. Después de esto, el Hombre de Trapo volvió a estar tan colorido, mullido y lleno de jirones como antes. Ahora los habitantes de la ciudad podían reconocer, en el atuendo del Hombre de Trapo, fragmentos de tela que conocían: retazos del viejo telón del teatro, los restos de lienzo de