Todo lo que aprendimos de las películas

Cuando vuelvo a la casa en un Uber –un chico simpático que intenta conversarme y ser gentil para ganarse sus cinco estrellas– me espera un sobre de esa otra vida

En las películas a veces el tiempo entra con el humo.

Pienso que me gustaría tener su teléfono.

Para no atreverme a llamarlo nunca.

No importa lo horrible que sean nuestros pasados, siempre caben en un puñadito de palabras.

Supongo que hay un momento en el que todos perdonamos a nuestros padres, no importa lo que hayan hecho. Y ese momento llega a veces con frialdad, a veces con un dejo de ternura. El instante en que nos damos cuenta de que estamos igual de rotos que ellos, que también hemos cometido muchos errores y, más aún, que nunca hemos sabido quiénes son.

Dicen que demuestro mucha (¡tanta!) pasión por lo que enseño. Yo solo sé mentir descaradamente bien.

En color rojo con brillitos, como los zapatos de Dorothy en la película de El Mago de Oz. Los originales, en el libro, son de plata. Las películas siempre nos mienten. Le cambian los colores a las cosas.

En las películas aprendemos cosas que nunca usamos.

Incluso en las malas películas.

Hay escenas que se nos quedan pegadas.

Imágenes.

Si esto fuera una película, sé perfectamente qué canción estaría sonando.

Pero en la cafetería no suena nada.

Imagino mi vida con un parche de pirata. Como Joyce. O esa enfermera sexy y malvada de Kill Bill.

Claro que sí, todas las veces que quieras.
No pienso moverme de aquí y acá estarán también las cosas de mi madre. Esperándote. Con ellas tal vez puedas ayudarme a escribirle un corazón.