Cuando salí de la casa del arriero ya montado en la Ñusta, me sentí feliz: el aire puro siempre me pone contento, y aunque los caballos me dan un poco de miedo por un accidente que tuve a los catorce años, esta yegua se veía mansa y fuerte, y no tenía intenciones de maltratarla galopando. Además, era imposible galopar por esos caminos estrechos. Al principio no tuve problemas. Recorrí un buen trecho, descansando a ratos, leyendo los cuentos de Manuel Rojas, incluso durmiendo una siesta a la orilla de un arroyo, bajo el viento refrescante de un sauce llorón.