Tirados entre la alfalfa, el maíz y los tréboles, había, en efecto, dos cadáveres. Uno de ellos estaba retorcido y enredado con la verja de alambre de púas que discurría en paralelo a la interestatal. Lo habían degollado y tenía la cabeza doblada a un lado en un ángulo imposible. Llevaba puesto el uniforme a rayas de la vieja prisión territorial, con la parte superior impregnada de algo rojo y marrón que parecía sangre. Tenía los pantalones carcelarios bajados hasta los tobillos. Entre las piernas se le veía un embrollo de hierba, ramitas, sangre y pelo. A unos metros yacía otro hombre, de constitución liviana, color ceniciento y evidentemente muerto. Y tenía algo sanguinolento medio cogido con la mano izquierda abierta. Había moscas por todos lados, pero todavía no apestaba a muerto.