la bandeja en una mano, David cogió la muñeca de Griswold con la otra y apretó más y más. Los otros tres hombres de la mesa hicieron atrás sus sillas y se pusieron de pie.
Suave, helada, amenazadora, la voz de David se elevó lo justo para ser oída sólo por Griswold.
—Suelta el tenedor y pide tu comida decentemente o te la tragarás ahora mismo.
Griswold se retorcía, pero David mantuvo su presión, mientras con la rodilla evitaba que Griswold echara atrás su silla.
—Pídela como corresponde —dijo David y sonreía con falsa gentileza—. Como si fueras un hombre bien nacido.
Griswold jadeaba, sofocado. El tenedor cayó de entre sus dedos ya entumecidos y gruñó por fin:
—Pásame la bandeja.
—¿Y qué más?
—Por favor —estas palabras fueron como un escupitajo.