el quirófano es el único espacio donde siente que existe, donde puede expresar quién es, su pasión atávica por el trabajo, su maniático rigor, su fe en el hombre, su megalomanía, sus ansias de poder; ahí es donde evoca a su estirpe y recuerda uno por uno a quienes construyeron científicamente la aportación del injerto, los primeros trasplantadores, los pioneros, Christiaan Barnard en El Cabo en 1967, Norman Shumway en Stanford en 1968, o también Christian Cabrol ahí, en la Pitié, unos hombres que inventaron el trasplante, lo idearon mentalmente, lo compusieron y descompusieron cientos de veces antes de realizarlo, todos ellos hombres de los años sesenta, fieras del trabajo y estrellas carismáticas, rivales mediáticos que se disputaban la primera plana de los periódicos y no dudaban en robársela, seductores de matrimonios plurales, rodeados de muchachas calzadas con botas de montar y vestidas con minifaldas Mary Quant, maquilladas como Twiggy, autócratas descabelladamente audaces, tipos cubiertos de honores pero rabiosamente insaciables.