Esa mujer para mí ejemplar en todos los sentidos, inteligente, que nunca me ha dejado en la estacada en un solo momento decisivo y de la que en los últimos treinta años he aprendido o, por lo menos, aprendido a comprender casi todo, y de la que todavía hoy aprendo y, por lo menos, aprendo a entender lo decisivo, me visitaba entonces casi a diario y se sentaba a mi cabecera. Con montañas de libros y periódicos subía penosamente, en medio de un calor abrasador, a la Baumgartnerhöhe, en una atmósfera que puede suponerse conocida. Y, después de todo, ese ser de mi vida tenía ya entonces más de setenta años. Pero hoy, así pienso, a los ochenta y siete, actuaría exactamente igual. Pero al fin y al cabo ese ser de mi vida no es el centro de estas notas que escribo para mí sobre Paul, aunque la verdad es que entonces, cuando yo estaba estacionado, estaba aislado, estaba apartado y dado de baja en la Wilhelminenberg, desempeñó en mi vida, en mi existencia, el mayor papel, el centro de estas notas es mi amigo Paul, estacionado, aislado, apartado y dado de baja conmigo entonces en la Wilhelminenberg, al que, con estas notas, quiero explicarme otra vez, con estos jirones de recuerdos que deben aclararme, deben traerme a la memoria en este momento no sólo la situación sin salida de mi amigo sino también mi propia situación sin salida de entonces, porque, lo mismo que Paul entonces había ido a parar otra vez a uno de los callejones sin salida de su vida, yo también había ido a parar o, mejor dicho aún, había sido empujado a uno de los callejones sin salida de mi vida.