Jane Eyre

Es inútil decir que los seres humanos deberíamos sentirnos satisfechos de tener tranquilidad; necesitamos acción, y, si no la encontramos, la creamos.

¿Por qué siempre sufría, siempre era intimidada, acusada y condenada? ¿Por qué no podía agradar? ¿Por qué eran inútiles mis intentos de granjearme el favor de nadie?

La escuché admirada. No podía comprender esta doctrina de aguantarlo todo, y menos aún comprendía o compartía su indulgencia hacia su castigadora.

Le envidio su paz de espíritu, su conciencia tranquila, su memoria incontaminada.

una memoria sin mancha ni contaminaciones debe de ser un tesoro exquisito, una fuente inagotable de consuelo, ¿no es así?

No creo, señor, que tenga usted derecho a darme órdenes simplemente porque es mayor que yo o porque ha visto más mundo que yo; su pretensión de superioridad se basa en el uso que ha hecho de su tiempo y su experiencia.

—Me examina usted, señorita Eyre —dijo—. ¿Me considera guapo?

tiene aires de mojigata, extraña, callada, seria y sencilla, sentada ahí con las manos juntas y los ojos mirando la alfombra, salvo, por cierto, cuando se dirigen penetrantes a mi cara, como ahora mismo, por ejemplo; y cuando se le pregunta algo o se le hace un comentario que requiere respuesta, suelta usted una réplica contundente que, si no hiriente, por lo menos es brusca. ¿Qué quiere usted decir?

disfrutar de uno de los placeres más intensos que he conocido.

debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles.