El hombre crucigrama

Minutos antes del fin del mundo, en una vorágine violenta que retrocedía el tiempo y reconfiguraba el espacio, los humanos se llenaron de pelaje en el cuerpo y fueron monos. Tuvieron escamas, se arrastraron y fueron reptiles. Se sumergieron en los mares, les salieron branquias y fueron peces, musgo, células, átomos... Nada.

A la par, en otra dimensión, un niño despertaba lentamente de un sueño en el cual podía hacer cualquier cosa, como inventar universos.

el matrimonio es una larga conversación, escribió Robert Louis Stevenson.

os libros son fantasmas. Los lectores, el lugar de las apariciones.

La salida de un laberinto no se halla desandando su propio camino. Por eso el destino de uno, inevitablemente, es permanecer en el libro, hasta la eternidad.

Cuando los niños descubrieron que la soledad es un monstruo que viene de noche y pierde fuerza con las risas, inventaron un juego.

Cada que el científico se asoma al microscopio, las bacterias confirman que es dueño de unos ojos hermosos, dignos de una especie extraña que, pese a su magno volumen corporal, sabe –como pocos– del valor de una vida minúscula, tan así que invierte la mayor parte de su tiempo sin hacer nada más que observarlas. Dicho embelesamiento propicia que los microorganismos infecciosos se reproduzcan ávidos de deseo y la cepa mute con vigor.

El hombre crucigrama dice: tendríamos que inventar un tercer significado que dé sentido a esa encrucijada y que, paralelamente, enriquezca el mensaje del texto. En suma, la figura formada por las dos palabras sería una palabra aparte, casi un dibujo que podría entrar en el terreno de los caligramas

Pensaba: si un libro es un conjunto de ideas concentradas en un espacio y tiempo palpables, como el universo, las erratas tienen que formar parte de éste para que se considere completo.

Será recordado porque escribía a altas horas de la noche, cuando las ideas fluían; entonces se quedaba dormido y se soñaba escribiendo. En los sueños terminaba las historias que comenzaba en la vigilia. Por eso sus cuentos le resultaban incompletos y confusos a ciertos lectores

Un día escribió un verso verdadero. Estuvo a punto de borrarlo, pero se percató de que las palabras tenían fuerza y vértigo; le quitó una coma, se la volvió a poner y, tras unos segundos, dedujo que era bueno tal como había salido. Tenía razón: era una línea singular, de consistencia transparente y etérea como una medusa.