Mi madre de ochenta y un años, pequeña, gentil, con su cabello plateado, quien se encarga de la jardinería, cocina, pasea perros y hace el compost; quien tiene letreros de ¡BIENVENIDO! en su jardín y fotos de sus nietos cubriendo cada centímetro del refrigerador; quien lee y critica todos mis escritos; quien nunca olvida un cumpleaños o aniversario, y envía una tarjeta con una foto que alguna vez tomó del destinatario; quien dedicó su vida a enseñar a niños con discapacidades y a criar a sus cuatro hijos; quien siempre recuerda preguntar por ti. ¿Quién no querría un poco de esto? De niña la compartí con mi primera hermana, junto con mi padre, hasta que tuve diecinueve meses. Para cuando llegó mi segunda hermana, y luego mi hermano, ella nunca estaba sin una manada de niños y perros mientras se movía afanosamente por todos lados, compraba la comida, compartía viajes en el auto, preparaba macarrones con queso y wafles, lideraba a las tropas brownie de las niñas exploradoras y nos cosía disfraces de Halloween o largas faldas de cuadros rosas y blancos a juego. No holgazaneaba, no tomaba el «almuerzo» ni café, no fumaba cigarrillos ni bebía cocteles al mediodía. Ella corría por doquier, atendiendo las necesidades de todos, hasta que mi padre llegaba a casa, y entonces lo atendía a él.