A lo que tuvo que hacer frente aquella joven de Praga ya no fue a la policía, sino a su propio vientre, y si alguien, invisible, presidió esa pequeña escena de horror no fue un policía, un apparatchik, un verdugo, sino un Dios, o un anti-Dios, Dios malvado de los gnósticos, un Demiurgo, un Creador, aquel que nos ha entrampado para siempre mediante ese «accidente» del cuerpo que había urdido en su taller y del que, durante un tiempo, estamos obligados a convertirnos en alma.