Conocía muy bien su aspecto externo y lo apreciaba en lo que valía, pero su mundo espiritual y moral, su inteligencia, su forma de entender la vida, sus frecuentes cambios de humor, sus ojos llenos de odio, su desdén, su erudición, con la que en ocasiones me había dejado pasmado, o, por ejemplo, cosas como su expresión monástica de la víspera, todo eso para mí era algo desconocido e incomprensible.