El color de las cosas invisibles

La única excusa válida
para no vivir es estar muerta.

Jack me bajó de esa nube en un segundo, porque, de todas las personas que había en aquel lugar, él me escogió a mí. Jack eligió a la chica que volaba sobre sus cabezas a la espera de que alguien le sujetara los pies a la Tierra. A mí y solo a mí.

Jack deslizó la mano por la hierba y en esa ocasión sí se lo permití. Encontró la mía y nuestros dedos se entrelazaron.

—Estaré a tu lado para buscar nubes, Rain.

—¿Cuándo?

—Cuando ella ya no pueda.

Cerré los ojos. La tristeza también podía ser tremendamente dulce.

Por mucho que queramos entender el universo para controlarlo, la vida es impredecible la mayor parte del tiempo. Supongo que por eso da tanto miedo.

ito en la materia qué era eso que Jack y yo compartimos en aquel momento. Ese cruce de miradas del que me costó salir. Ese clic. Ese reconocimiento que nadie más podía entender, como si nos hubiéramos encontrado en un punto en común imperceptible para los demás. Ese pistoletazo de salida que nos hizo crecer como algo a lo que nunca supimos poner nombre.

Y los días pasaron. Porque el mundo sigue girando, aunque en el tuyo haya ocurrido un acontecimiento que te haga querer pulsar el botón de pausa.

Jack me ofrecía regalarme una primera vez. Pretendía liberarme de ese lastre adolescente sin saber que era él de quien yo hablaba. Iba a besarme para que después yo me atreviera a besarlo a él. Una paradoja a la altura del gato de Schrödinger.

El mejor beso se lo dio una chica en la punta de la nariz una tarde de primavera.

—Podríamos solucionarlo. Podría besarte.

Noté que todo se aceleraba.

Mis latidos. Mi respiración. La velocidad a la que giraba el planeta.

igual los años que pasen. Da igual las vueltas que dé la vida. Porque cuando Rain y yo nos cruzamos ocurre algo. Siempre. Aún no sé si bueno o malo. Y nos cruzamos constantemente.