Sin quererlo, había pasado de ignorar que ignoraba a saber que sabía y la parte peor de mi saber era la de que no sabía qué sabía. Sabía que sabía muy poco, pero estaba segura de que las cosas que aún debía aprender no me las enseñarían en el Instituto George Washington.
Empecé a faltar a clase, a pasearme por el parque de Golden Gate o vagar a lo largo del brillante mostrador de los grandes almacenes Emporium. Cuando Mamá descubrió que estaba haciendo novillos, me dijo que, si un día no quería ir a la escuela, si no había exámenes y mi labor escolar no dejaba que desear, lo único que debía hacer era decírselo y podía quedarme en casa. No quería —añadió— que una mujer blanca la llamara para decirle algo sobre su hija que ella no sabía ni tampoco verse en la tesitura de mentir a una mujer blanca porque yo no fuera lo bastante mujer para hablar claro. Con eso se acabaron mis novillos, pero nada parecía aliviar las largas y sombrías horas en que se habían convertido las clases.
Quedarse solo en la cuerda floja de la ignorancia juvenil es experimentar la extrema belleza de la libertad total y la amenaza de la indecisión eterna