Una desoladora piedad comenzó a caer como el rocío sobre su corazón inclinado a la amargura, piedad por ese fiel seguidor del caballeresco Loyola, por ese hermanastro de la clerecía, más venal que los otros en sus palabras, pero más recio de alma que ellos, alguien a quien nunca podría llamar su padre espiritual. Y pensó en la fama de mundanos que él y sus compañeros de religión habían adquirido, no sólo entre los apartados del mundo, sino entre los mundanos mismos, por haber defendido al flojo, al tibio y al prudente, ante los tribunales de Dios, a través de toda su historia.