Viana y su padre, el duque Corven de Rocagrís, nunca habían faltado a la fiesta del solsticio de invierno, ni siquiera el año en que se presentaron de luto riguroso por la muerte de la duquesa. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, y los malos recuerdos parecían haber quedado atrás. Ahora, Viana llegaba a Normont llena de ilusión porque sabía que, la próxima vez que sus ojos contemplaran las torres desde el recodo, en primavera, sería para casarse con su amado Robian.
Ambos habían nacido el mismo día, pero aquí se acababa el parecido entre ellos: Viana de Rocagrís había visto la luz de su primer amanecer en cuanto abrió los ojos, grises como el alba, y su pelo era del color de la miel más exquisita. Pero no pareció impresionarle demasiado el hecho de nacer, ya que pasó el resto del día durmiendo, y con el tiempo demostró ser un bebé dócil y somnoliento que dedicaba encantadoras sonrisas a todo el mundo. Robian de Castelmar, por el contrario, había llegado al mundo horas más tarde, cuando la noche ya se abatía sobre la tierra, y era un chiquillo inquieto y llorón, con una indomable mata de pelo castaño que con los años se encresparía, enmarcando un rostro afable y apuesto. Los padres de ambos eran buenos amigos, y habían combatido juntos en las guerras contra los bárbaros.