Yo estaba sentada en el mostrador de préstamos, pasando los artículos devueltos por la parpadeante luz roja del escáner, y aspiré su olor. Esperaba algo del estilo de adaptaciones del mito artúrico o a lo mejor novelas para adolescentes con romances y duelos de espadas, pero en lugar de eso me encontré un aullante y clamoroso amasijo de necesidades.
Olía a un millar de mundos secretos, madrigueras de conejo, entradas ocultas y andenes nueve y tres cuartos; al País de las Maravillas, Oz y Narnia; a «cualquier sitio menos este». Olía a… anhelos.
¡Dios me libre de los anhelantes! De los insaciables, los inconsolables, los que arañan frustrados los confines del mundo. No hay libro que pueda salvarlos.
(Eso es mentira. Existen Libros tan poderosos como para salvar cualquier alma mortal: libros de brujería, adivinación y alquimia; libros con madera de varita mágica en el lomo y polvo lunar en las páginas; libros más viejos que las piedras y arteros como dragones. A la gente le damos los libros que más necesitan, salvo cuando no se los damos.)