Gina reza: “Gracias, Señor, por dejarme ver a mi pelaíto, porque di con una mujer buena, aunque blanca; porque está sano, es inteligente y agradecido. Gracias por dejarme vivo un niño, que será el orgullo de estas mujeres que le han dado la vida, cada una a su manera. Perdóname por haberlo dejado un día y que me perdone el niño y me perdone ella, quien fue su refugio y lo levantó con mucho esfuerzo vendiendo flores; te pido que le envíes nuevos clientes para que nada les falte. Ellos viajan esta tarde, llévalos con bien por el río, ese animal traicionero que nos da de comer, aunque cada vez la cosa se ponga más dura y esa gente ande para arriba y para abajo amenazando como si fueran los dueños, aunque nos espanten los pescados, nos arranquen de la tierra, nos quiten los hijos, las uñas y hasta las ganas de vivir. Mantenme sana, que se me quite el dolor de espalda por andar agachada todo el tiempo cogiendo oro y estregando ropa, y pueda ver al niño más adelante, quizás el día de su cumpleaños o por Navidad. Amén”. “Amén”, respondemos mirando hacia el altar.