Vivimos en una época donde la presencia se ha reducido a visibilidad y actividad. Si alguien
no responde, asumimos que no está. Si no hay evidencia clara, creemos que algo ha
fallado. Este pensamiento también puede infiltrarse en nuestra vida espiritual. Cuando no
vemos milagros, cuando las oraciones no son respondidas como esperamos, o cuando el
dolor se prolonga, nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Sigue conmigo?
La fe cristiana no promete una vida sin dificultades. Pero sí asegura algo infinitamente más
valioso: la presencia fiel y constante de Dios en todo momento. No solo en los días de
victoria, sino también en los tiempos de silencio y oscuridad. Esta verdad transforma la
experiencia del creyente, dándole sentido al sufrimiento, consuelo en la incertidumbre y
fuerza en la debilidad.