Nuestros encuentros íntimos incluyen elementos verbales, visuales e incluso olfatorios, pero, por encima de todo, el amor significa tacto y contacto corporal. Con frecuencia hablamos de cómo hablamos, y a menudo tratamos de ver cómo vemos; pero, por alguna razón, raras veces tocamos el tema de cómo tocamos. Quizás el acto es tan fundamental –alguien lo llamó madre de los sentidos— que tendemos a darlo por cosa sabida. Por desgracia, y casi sin advertirlo, nos hemos vuelto progresivamente menos táctiles, más y más distantes, y la falta de contacto físico ha ido acompañada de un alejamiento emocional. Es como si el hombre educado moderno se hubiese puesto una armadura emocional y con su mano de terciopelo en un guante de hierro, empezase a sentirse atrapado y aislado de los sentimientos de sus más próximos compañeros. Es hora de mirar más de cerca esta situación. Al hacerlo, procuraré reservarme mis opiniones y describir el comportamiento humano con la óptica objetiva del zoólogo. Confío en que los hechos hablarán por sí solos, y que lo harán con bastante elocuencia para que el lector se forme sus propias conclusiones