Sin advertencia previa llegaron aquellos sonidos vocales profundos, cascados, roncos, que nunca abandonarían la memoria de los estremecidos hombres que los oyeron. No habían nacido de ninguna garganta humana, porque los órganos del hombre no pueden soportar semejantes perversiones acústicas. Más bien habría podido decirse que provenían del propio infierno, de no mediar el hecho de que el sitio de origen inconfundible era el altar de piedra de la cima. Es casi un error llamarlos sonidos, dado que gran parte de su horrendo timbre infrasónico hablaba a difusos estados de conciencia y terror, más que al mismo oído. Sin embargo uno debía hacerlo, porque la forma que adoptaban era, indudable aunque vagamente, la de palabras semiarticuladas.